viernes, 6 de marzo de 2009
Se derramó la sangre, se abrió la carne, se rompieron los huesos con un crac sonoro y se cayeron los dientes, se arrancaron los pelos, se picoteó los ojos arrancados de las cuencas, se arrancó la piel grácil de la putrefacta ternura, se tironearon las tiras de pellejo del rostro a los pies, y entre esa masa amorfa, mutilada, de rojo, rojo y rojo, color de la muerte, asomaron los restos de un hombre, que clamaba por salir de su encierro de cuerpo. El animal saborea el líquido caliente, clava sus colmillos en el alimento todavía tivio, goza en él, de él, un orgasmo de mortalidad, una orgía de vidas que se acaban, y de él come, nutre su cuerpo, se alimenta de la vida del otro que se escapa en un susurro de reguerro sanguinario, el hombre en cambio, apenas alcanza a corromper su espíriutu con la atiborrante insatisfacción de los aullidos, las súplicas y los gritos, de otro como él que no entiende y no quiere la nada que lo alcanza.
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